sábado, 5 de enero de 2008

El jinete y la sibila


El jinete y la sibila.
Juan Manuel Bonilla Soto

Cada medio día, como jinete gótico deambulo en la memoria de nuestro primer espejo. Tan tempranamente góticos, nosotros en esa maraña verdinegra de álamos o fresnos en ese mediodía que bendice nuestra fugacidad que se torna cotidiana en la rivera de ese lago habitado tan solo de olas solas que se estampan frente a la impaciencia y la premura.

Ese instante es apenas un paréntesis que encierra la maravilla de podernos liberar de límites y, como únicos testigos, los trinos de esa pausa atragantan la garganta de las aves que no atinan sino a desobedecer bemoles para atenerse a las partituras que trazan en el aire, sobre nuestras cabezas, sorprendidas por la espontaneidad de nuestros actos y por la inclemencia de nuestro ojos que ya han desorbitado la costumbre y entretejen promesas que se empeñan en cumplir cabalmente en ese instante.

Por un instante somos Dios en medio de blasfemias; somos un remazo en la razón y la súplica de nuestro tacto desata tempestades y sólo nos preocupa que la vitalidad de esos minutos abdique a favor de una despedida, pero nada importa, porque fuera de nuestro círculo frenético sólo hay otra maraña ennegrecida por el conformismo y la renuncia.

Sibila, oráculo de ese clamor, anuncias la desaparición, pero no sabemos cuándo, no sabemos cuánto, no sabemos más allá de la certeza que tenemos en las manos ni atendemos otro calendario que no registre el sudor y el pronóstico de nuestra contienda. No queremos tener noción de la distancia, esta simetría cambiante que nos une y nos separa es la verdad tangible que no estamos dispuestos a contradecir ni maldeciremos sus conjuros.

Otra vez, la metáfora de siempre se transforma en blues y los labios sólo pronuncian besos y su tibieza bautismal ampara la etimología de nuestros semejantes. A partir de entonces, el rito atávico que practicamos nos rejuvenece, nos proporciona nuevos bríos para no ponerle fin a nuestra esgrima y los dedos, cúspides en movimiento, registran todo, exploran cada gesto en ráfagas de mil segundos por milímetro y estamos absueltos de toda culpa original y de toda contrición tardía: el acto de expiación impuesto es la espera.

Ella, entonces, es la cábala que ha de cumplirse, es la esperanza flamígera de librar otro purgatorio, porque fuera de su ritmo y su temperatura sólo hay una ciudad resignada a sus costumbres, sólo hay hombres y mujeres tristes caminando en la zozobra y sólo hay tiempo convencional y, para nosotros, hay una calma que urgentemente invoca nuevas tempestades.

Yo, jinete gótico, me repliego ante el espejo y espero. Sólo espero.

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