lunes, 28 de julio de 2008

Seimayi Kurnicova

Seimayi Kurnicova

I

¿Cuántas pecas caben en el laberinto de la búsqueda que es tener dieciséis años cabales y una colección de sueños con su alineación intacta? Apareció aparentemente de la nada, como aparece la capacidad de maldecir en medio de la resaca de la mañana siguiente a una noche cosacamente siberiana. La escena no exigió utilería fastuosa ni efectos especiales: una expresión bondadosa, casi indiferente de su hermana fue el conjuro suficiente "tú con la rusa", para encender un entusiasmo idéntico al calor de las chimeneas soviéticas que Kurnicova tanto alucinaba.
Bebimos en pequeños sorbos -padecimos, suena más preciso, el trago amargo de cualquier presentación, porque lo que es yo, al momento de soltar su mano y separarme por primera vez de su mirada, no retuve ni una sílaba siquiera de la onomatopeya trasatlántica en la que ya, desde entonces, navegaba la fonética de su presencia, pero supe, en cambio, que la ráfaga de escalofríos que puso a la deriva mi razón y mi aparente integridad, acababan de chingar a toditita su madre con mayor estruendo que la capitulación del mítico Titanic.

No cabía lugar a dudas respecto a su encanto, no podía caber, proclamaba ella cada vez que sus ojos cruzaban miradas y florete ante algún espejo ocasional que la casualidad interponía entre ella y el nunca aceptado problema de estrabismo que las otras se afanaban en diagnosticarle en legítima defensa porque se reconocían menos asediadas, menos atractivas. Kurnicova, por su parte, había fundamentado con hilaridad su desperfecto óptico: no es que fuera bizca, que barbaridad, su vocación de vigilar de manera permanente y simultánea la conducta de los dos océanos obedecía a su naturaleza dual: tampoco ella tenía certeza de la ubicación del paralelo o la coordenada que la vio nacer.

Ante la convicción de que el tesoro resguardado en su entrepierna era el motivo recurrente sobre el que se cruzaban las apuestas más insólitas, Seimayi nunca devaluó la cotización en rublos de su sonrisa impecablemente cómplice del fluoruro y disfrutaba, en cambio, en abanicar con aires de condesa las compulsivas pretensiones de la jauría de hombres que soñaba -y literalmente babeaba- con que sus golondrinas hicieran primavera en el controvertido invierno que imperaba entre sus piernas.
Con la misma pulcritud, malsanamente calculada, con la que fraguó su aparición, sin testigos oculares ni testimonios de otro tipo, el día menos pensado desapareció. Para desmentir la absurda teoría de su inexistencia, en muchos de nosotros todavía resuena la cardiopatía que adquirimos bajo el patrocinio de sus inmutables desdenes y, a diferencia de los otros, yo sigo santiguándome frente al altar en donde rendimos culto a su afición militantemente bolchevique de patear el vidrio y pronunciar, con acento inconfundiblemente balcánico el nombre inconfundiblemente náhuatl de Seimayi en cánones precisos que lo enlazan con la fonética kremliana de su otro nombre: Kurnicova.

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